MacArthur abandona las Filipinas
Un soldado estadounidense se mantiene en su trinchera en la península de Bataan, en las Filipinas, aguardando para lanzar una bomba Molotov a un tanque japonés en abril de 1942.
Durante varias semanas, los japoneses, aunque disuadidos por las grandes pérdidas y reducidos a una sola brigada, continuaron llevando a cabo operaciones de asedio mientras aguardaban por el reabastecimiento y los refuerzos para continuar la batalla principal.
Ambos ejércitos participaban en patrullas y ataques locales limitados. Debido a la desventaja de la posición aliada en la región de Asia-Pacífico, el presidente de los Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, ordenó a MacArthur que se trasladara a Australia, como Comandante Supremo de los Aliados del Sudoeste del Pacífico.
La lucha desesperada para detener la invasión japonesa continuaba. Sidney Stewart fue uno de los que tuvieron que retroceder frente a fuerzas abrumadoras:
Ahora [cada] día el ataque era más furioso, la batalla más desesperada y poco a poco fuimos forzados a retroceder.
Nos hemos atrincherado una y otra vez, tratando de contener, tratando en vano evitar ser forzados a irnos más hacia atrás en la pequeña península de Bataan. No había nada malo con nuestros hombres. Puedo decir eso con mucho orgullo. Pero por amor de Dios, si tan sólo hubiéramos tenido algo adecuado para pelear. Nuestro material, gran parte de él, ni siquiera era tan bueno como los palos de escoba y rastrojos de maíz con los que, recuerdo que alguien dijo cínicamente, los estadounidenses tienen que salir a combatir.
Mi revólver de seis disparos de la guerra contra los indios era robusto, si acaso una brillante excepción. Teníamos rifles Enfield viejos y deshuesados de la Primera Guerra Mundial, morteros de trinchera de veinticinco años y algunas ametralladoras antiguas que debieron haber pertenecido primero a los Confederados. Estábamos desesperadamente necesitados de todo.
Nuestras granadas de mano eran viejas y estaban húmedas por haber estado enterradas durante tantos años. Se podía sacar el seguro en una y contar y tal vez nunca estallaría. O tal vez lo haría, pero demasiado pronto, en la forma viciosa en la que estas cosas lo hacen cuando envejecen. Tratamos de aumentar nuestra cuenta hasta que muchos perdieron un brazo por contar por demasiado tiempo. No había manera de saber. No teníamos ningún avión sobrevolando para protegernos. Día a día, por horas sin fin, a través de la noche y al despertar del día, los japoneses bombardearon sin cesar. Volaban con toda la libertad sin ataque alguno, ya que no teníamos nada. Nuestros aviones habían sido destruidos hacía mucho tiempo. Nuestros proyectiles antiaéreos eran viejos y sus temporizadores desgastados. Harían el arco en el aire y caerían de nuevo, a veces sólo para estallar justo por encima de nuestras cabezas. Esto mató a muchos más de nosotros de lo que lo hicieron los japoneses.
Las tropas nativas que estaban con nosotros tenían hambre también y aún más pobremente equipadas que nosotros. Algunas no tenían zapatos, pero eran gallardas, valientes y llenas de esperanza. Estaban orgullosas de luchar codo a codo con los norteamericanos. Ellas estaban seguras que la victoria sería suya. Esperamos cada día y fortalecimos nuestros corazones para el momento en que la ayuda viniera de los Estados Unidos.
A menos que un hombre estuviera terriblemente herido, se quedaba en su puesto y luchaba. No había más gasolina para transportar a los heridos detrás de las líneas. Las tropas nativas eran nuestra salvación, porque nos enseñaron cómo comer las raíces y bayas que crecían en las colinas.
Nadie se rindió. Nadie pensaba en rendirse. Habíamos visto los cuerpos mutilados de nuestros amigos cuando cayeron en manos de los japoneses. Sabíamos que los japoneses no tomaban prisioneros en la línea y estábamos seguros que no se tomarían prisioneros en absoluto. Por lo tanto, nos aferramos a nuestras vidas y rezamos y esperamos por la ayuda que seguramente vendría procedente de los Estados Unidos.
Ninguna ayuda se encontraba en camino. En la noche del 11 de marzo de 1942, el comandante de las fuerzas estadounidenses en Filipinas, el general Douglas MacArthur, fue evacuado de las islas, llevándose con él, en contra de las órdenes, a su séquito de oficiales. También se llevó con él un enorme pago en efectivo que había recibido del gobierno filipino. Cuando MacArthur llegó a Australia hizo su famoso discurso: “salí de Bataan y volveré” -Washington le pidió que lo cambiará por “volveremos”, pero él se negó-.
Era sólo cuestión de tiempo para las tropas que permanecieron en las islas.
Si deseas saber más, lee “Give Us this Day” [Danos este día], de Sidney Stewart.
El general MacArthur con el mayor general Richard K. Sutherland, el 1 de marzo de 1942 –ellos colocaron su cuartel general en el complejo de túneles Malinta, en Corregidor, Filipinas-, lo que le valió a MacArthur el apodo de 'Dugout Doug' (literalmente Doug refugio subterráneo) entre algunas de sus tropas.