Ataque ruso en Dubrovka
Durante el invierno de 1941, las exhaustas tropas alemanas no podían contener a los refuerzos frescos y mejor equipados del Ejército Rojo, provenientes del Lejano Oriente y Siberia. En la imagen, tropas soviéticas sobre tanques T-34.
Los rusos mantenían la persecución de las fuerzas alemanas, pensando que estaban casi acabados. El Grupo de Ejércitos Centro no podía contener más la intensa presión a lo largo de un frente que se extendía por más de ochocientos kilómetros.
La desmoralización de las tropas alemanas era evidente, exhaustos, hambrientos y con frío, recurrían a medidas drásticas que les permitieran continuar sobreviviendo. La escala de la crisis no podía ser negada, incluso por el Führer, quien forzadamente tuvo que escuchar a sus generales para emprender una retirada más ordenada, la orden llegaría demasiado tarde.
Willy Peter Reese, con la 95ª División en el Grupo de Ejércitos Centro, describe la desmotivación e indiferencia de los soldados alemanes ante el infortunio provocado por el crudo invierno y la ferocidad de sus adversarios:
Los rusos atacaron Dubrovka. Ellos llegaron de noche. No opusimos resistencia, porque la lucha, sacrificio y la guerra, ninguno importaba ya. Un remanente de nosotros huimos a través de la llanura hacia Belaya. Se aproximaban tanques hacia nosotros. Amarramos túnicas de camuflaje a nuestros rifles, nos dimos vuelta y nos rendimos. Pero eran tanques alemanes. Fuimos forzados a subir a ellos. Volvimos a Dubrovka, la retomamos y los rusos sufrieron grandes bajas. Otro grupo de refugiados fue alcanzado por nuestra artillería y sufrieron pérdidas.
Nuestros alojamientos estaban destrozados y había cuerpos esparcidos por doquier. Cubrimos a los alemanes con lonas, de los cosacos tomamos sus botas de fieltro y gorras, así como sus pantalones y calzoncillos y nos los pusimos. Ahora nos movilizábamos más juntos hacia las pocas casas que todavía quedaban en pie. Un soldado no pudo encontrar ningunas botas de fieltro, las cuales brindaban protección contra el frío. Al día siguiente encontró un cadáver del Ejército Rojo que estaba rígidamente congelado. Tiró de sus piernas, pero en vano. Tomó un hacha y cortó al hombre por los muslos. Fragmentos de carne volaban por todas partes. Metió los dos muñones bajo su brazo y los puso cerca del horno, al lado de nuestro almuerzo. Para el momento en que las patatas estaban listas, las piernas se habían descongelado y tiró de las botas de fieltro sangrientas. El tener la carne muerta junto a nuestra comida nos molestó un poco, como si alguien hubiera envuelto su gangrena por congelación entre comidas o quebrado piojos.
Si deseas saber más, lee “A Stranger To Myself: The Inhumanity of War, Russia, 1941-1944” [Un extraño para mí mismo: la inhumanidad de la Guerra, Rusia, 1941-1944], de Willy Peter Reese.