Barbarie al azar en el gueto de Varsovia
Las circunstancias para aquellos que se quedaban en las calles del gueto de Varsovia eran muy sombrías.
Las condiciones de vida de la gente dentro de los guetos de Polonia estaban empeorando cada vez más, pero variaban para diferentes grupos de personas. La mayoría tenía un techo sobre sus cabezas, pero algunos estaban completamente desposeídos, ya que poblaciones enteras de ciudades periféricas eran movilizadas por los nazis hacia los cada vez más sobrepoblados guetos urbanos.
Chaim Kaplan mantuvo uno de los testimonios más valiosos de la vida en el gueto de Varsovia, que había sido cerrado el 15 de noviembre. Su “Pergamino de Agonía” registró sus pensamientos y sentimientos, así como relatos de testigos oculares de la persecución de los judíos. Una gran parte de sus diarios está desaparecida y este es uno de sus últimos registros que quedan para 1941:
14 de febrero de 1941
La calle Karmelicka, que es la única arteria de tráfico entre el gueto Nalewki y el gueto Grzybowska, siempre está lista para actos de brutalidad. Hace unos días fui testigo de una escena trágica de ese tipo a través de mi ventana, que da a la calle Karmelicka.
Al principio me sorprendí y me asusté por el terrible sonido de una masa de personas que se desplazaban, como el rugido del mar; después de dos o tres minutos estaba aterrorizado por el silencio que siguió. Miré por la ventana y la calle estaba vacía. No había un ser viviente allí; era como si toda creación estuviera muerta.
En menos de un minuto un asesino nazi, con una cara tan roja como el fuego, cuyo cada movimiento expresaba la ira ardiente, llegó caminando con un paso singularmente pesado en busca de una víctima. Llevaba en su mano un látigo. Detrás de él, a una distancia de unos cuantos pasos, venía su compañero. Ambos miraron en todas direcciones con ojos maliciosos. Todos los judíos habían desaparecido.
Cerca del edificio en el número 25 de Karmelicka, se encontraron con un pobre vendedor ambulante andrajoso, cuyo total aspecto indicaba opresión, de pie cerca de su cesta de mercancías. Un encuentro horrible. El desafortunado vendedor se convirtió en blanco de los golpes de las bestias asesinas. Se cayó al suelo de inmediato y uno de ellos le dejó y se fue.
Pero no su compañero. La simple debilidad física de su víctima enardeció al soldado. Tan pronto como el vendedor cayó, comenzó a patearlo y golpearlo sin piedad con su látigo. Lo golpeó de varias formas, cruel y sádicamente -a veces en la cabeza, a veces en la cara, a veces una patada, a veces un golpe-. No dejó una sola parte de él ilesa. Desde la distancia se veía como si estuviera golpeando a un cadáver.
El hombre apaleado yacía plano, sin un soplo de vida. Sin embargo, el torturador no lo dejó en paz. No sería exagerado decir que lo golpeó sin parar, sin piedad, durante unos veinte minutos. Era difícil comprender el secreto de este fenómeno sádico. Después de todo, la víctima era un extraño, no un viejo enemigo; no le habló con hosquedad y mucho menos le tocó. Entonces ¿por qué esta ira cruel?
¿Cómo es posible atacar a un extraño para mí, un hombre de carne y hueso como yo, herirlo y arrollarlo, y cubrir su cuerpo con llagas, moretones y verdugones, sin ninguna razón?
¿Cómo es posible? Sin embargo, juro que vi todo esto con mis propios ojos.
Si quieres saber más, lee “The Scroll of Agony: The Warsaw Diary of Chaim A. Kaplan” [El pergamino de la agonía: el diario de Varsovia de Chaim A. Kaplan].