Foto sin fecha de Adolf Hitler relajándose con su amante Eva Braun. Durante los últimos años de la guerra Hitler sufrió de varios malestares crónicos que se acentuaron cada vez más conforme la guerra le fue siendo desfavorable. La falta de sueño durante las noches le hacía empezar sus labores hasta muy tarde en el día.
Los Estados Unidos de América eran bien servidos por sus periodistas y reporteros cubriendo la guerra, muchos de ellos eran hombres de gran talento -como John Steinbeck, experto en retratar la realidad de la guerra para la audiencia en casa-.
Ernie Pyle era uno de los que estaban cubriendo la guerra en Sicilia y se convertiría en un nombre familiar en casa con sus retratos comprensivos de lo que las tropas estaban viviendo. Sólo había estado en Sicilia unos días cuando cayó enfermo con una fiebre desconocida. Era una condición que iba a afectar a muchos hombres allí, las pruebas para la malaria y la disentería resultaron negativas a pesar de que mostraba los síntomas de ambos. Se encontró en buenas manos en la estación de cuidados de la 45ª División de los Estados Unidos, un hospital de campaña donde muchos hombres eran de Oklahoma y el oeste de Texas.
Pyle hizo ligeros sus males, para él era una oportunidad para informar sobre la guerra desde otra perspectiva:
Y aquellos hombres de la Cuadragésima Quinta, la división más nueva allí, ya habían combatido tan bien que habían atraído los elogios del general al mando de los cuerpos de los que la división era parte.
Eran aquellos hombres silenciosos de las granjas, ranchos y pequeñas ciudades de Oklahoma que llegaban a través de mi tienda con sus heridas. Me quedé allí y escuché a lo que cada uno decía primero.
Un compañero, al ver a un amigo, gritó: “Creo que voy a hacerla”. Significando que iba a salir adelante.
Un segundo pregunta, “¿Tienen camas en el hospital? Dios, cómo quiero ir a la cama”.
Un tercero se quejó: “Tengo hambre, pero no puedo comer nada. Me sigo enfermando del estómago”.
Otro, mientras hacía una mueca debido al sondeo profundo de una pieza enterrada de metralla en la pierna, dijo: “Adelante, tu eres el doc. Puedo soportarlo”.
Un quinto comentó jocosamente, “Voy a tener que escribirle a mi vieja esta noche y decirle que perdió esos diez mil dólares otra vez”.
El joven que pusieron a mi lado dijo: “Hola viejo, ¿cómo la estás llevando? Te llamo viejo porque tienes canas. No te importa, ¿verdad?”
Le dije que no me importaba como me llamara. Él era amable, pero podía deducir por su actitud echada hacia adelante que él no era de Oklahoma. Cuando le pregunté, resultó que venía de Nueva Jersey.
Un soldado de infantería grande y rubio tenía ligeras heridas superficiales en la cara y la parte posterior de su cuello. Tenía un parche en el labio superior que le impedía moverlo y le hice hablar en una forma grave, con cara seria que resultaba cómico. Nunca he visto a nadie tan trastornado en mi vida.
Iba de un médico a otro tratando de conseguir que alguien firmara su tarjeta para regresarlo al servicio. Los médicos le explicaron pacientemente que si regresaba al frente sus heridas se infectarían y él sería una carga para su compañía en lugar de una ayuda.
Trataron de convencerlo diciéndole que habría enfermeras en el hospital. Pero en su apacible acento de Oklahoma replicó, “¡Al diablo con las enfermeras, quiero volver a combatir!”.
…
Los moribundos fueron traídos a nuestra tienda, hombres cuyo estertor de muerte silenciaba la conversación y nos volvía a todos nosotros reflexivos. Cuando un hombre casi había muerto, los cirujanos ponían un pedazo de gasa sobre su rostro. Él podía respirar a través de él, pero no podíamos ver bien su rostro.
Dos veces en cinco minutos los capellanes vinieron corriendo. Una de esas ocasiones me atormentó durante horas. El hombre herido estaba todavía semiinconsciente. El capellán se arrodilló a su lado y dos chicos de guardia cercanos se pusieron en cuclillas. El capellán dijo: “John, voy a decir una oración por ti”.
De alguna manera este crudo anuncio me golpeó como un martillo. Él no dijo: “Voy a rezar para que te mejores”, se limitó a decir que iba a decir una oración y era obvio que se refería a la oración final.
Era como si hubiera dicho: “Hermano, quizá no lo sepas, pero tu ganso ya está cocinado”. De todos modos, él expresó la oración y el débil, jadeante hombre trató en vano de repetir las palabras en su honor. Cuando terminó, el capellán agregó, “John, lo estás haciendo bien, lo estás haciendo bien”. Entonces él se levantó y salió corriendo a otro llamado y los chicos de guardia siguieron haciendo sus labores.
El moribundo se quedó abandonado, completamente solo, acostado en su inmundicia en el suelo, acostado en un pasillo, porque la tienda estaba llena. Por supuesto, no podía ser de otra manera, pero la soledad de ese hombre por la que él pasó los últimos minutos de su vida era lo que me atormentaba. Sentí ganas de ir allí y, al menos, tomarle su mano mientras él moría, pero habría estado fuera de lugar y no lo hice.
Ahora deseo haberlo hecho.
Si deseas saber más, lee “Brave Men” [Hombres valientes], de Ernie Pyle.
Al soldado Roy Humphrey se le proporciona plasma sanguíneo por parte del soldado de primera clase Harvey White, después de haber sido herido por metralla, el 9 de agosto 1943 en Sicilia.
Plasma siendo administrado a un soldado herido en una estación de primeros auxilios en Sant'Agata