Pesada marcha a través del fango
Soldados de la Wehrmacht tirando de un coche para tratar de movilizarlo a través del barro, en noviembre de 1941.
Stalin no reaccionó al creciente desastre en el Frente de Bryansk hasta el 5 de octubre. Ese fue el día en que una patrulla de aviones cazas del Ejército Rojo avistó una columna blindada alemana, de unos diecinueve kilómetros de largo, avanzando sobre Yukhno.
La Stavka se rehusó a aceptar este informe y una confirmación subsecuente. Beria incluso quería arrestar al piloto de la fuerza aérea involucrado y acusarlo de esparcir un sentimiento de derrota, pero Stalin al fin despertó a la amenaza a la capital soviética.
Sólo había una cosa que podría disminuir la velocidad del avance alemán hacia Moscú en esta etapa y eso era la rasputitsa, la temporada de lluvias que hacía que los caminos prácticamente desaparecieran. Willy Peter Reese, un soldado alemán sirviendo en el 279º Regimiento de Infantería adscrito a la 95ª División de Infantería, que recientemente había llegado al frente en la Unión Soviética, describe detalladamente los efectos de la rasputitsa:
Continuábamos marchando.
La lluvia caía. Nos deslizábamos sobre hierba y arcilla y los caminos se convirtieron en una ciénaga. La nieve y el granizo eran llevados por el viento. El invierno se asentó a principios de octubre. Los caminos no tenían fondo y marchábamos de poblado en poblado. En Glukhov nos detuvimos por un día, dormimos en Kutok y aun así no teníamos idea de dónde estábamos.
El destino nos conducía y no sabíamos a dónde íbamos hasta que llegábamos allí. No éramos llamados para combatir, el enemigo todavía estaba muy lejos, pero sólo la marcha era lo suficiente amarga para nosotros. Nos arrastrábamos por el fango. Nuestras piezas de artillería y las carretas de municiones se empantanaban; los caballos se quebraban, apenas eran capaces de tirar cargas ligeras. La columna de suministro estaba demorada; ya no estábamos abastecidos. Uno tras otro, los caballos se colapsaban y morían o tenían que ser puestos fuera de su miseria. Los remplazamos con potros rusos más resistentes, los cuales capturábamos salvajes o los tomábamos de granjas colectivas. En turno morían de hambre, se volvieron flacos y débiles, sus huesos sobresalían de sus pieles desgastadas, sin atención.
Nuestros abrigos y mantas estaban húmedos y mohosos, tenían masas de arcilla encima y no podíamos sacar nuestras botas empapadas de nuestros pies hinchados, inflamados. La suciedad y los piojos nos hacían llagas. Pero marchábamos -tropezando, tambaleándonos-, empujábamos las carretas fuera del cieno y avanzábamos cumplidamente en medio de duchas de lluvia, aguanieve y heladas nocturnas ocasionales.
Si deseas saber más, lee “A Stranger to Myself” [Un extraño para mí mismo], de Willy Peter Reese.
Soldados alemanes en vehículos blindados de transporte. Las lluvias provocaban que los caminos se tornaran en una ciénaga, dificultando la marcha de vehículos, caballos y tropas.